sábado, octubre 24, 2009

LOS JUEGOS

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Pues no; cuando los de mi generación éramos unos chiquillos no habían ordenadores, ni plays, ni coches teledirigidos, ni ningún otro artilugio mecánico de los que hoy se agolpan en las estanterías de cualquier juguetería. A lo más que podíamos aspirar los chiquillos era a tener un fuerte en el cual disponer soldados vaqueros de goma y plástico que resistieran el asedio a que desde fuera los sometían los indios de los mismos materiales.

También los Reyes traían en ocasiones una pelota de goma (un balón de reglamento era algo codiciado por todos los chiquillos, pero que los Reyes no podían permitirse traer a los niños pobres). Y andando el tiempo recuerdo que en Reyes llegó una vez el mago electrónico (un juego de preguntas y respuestas bastante ingenioso para la época, todo hay que decirlo), y también unos juegos reunidos Geyper. Las niñas preferían, como era lógico en aquellos tiempos, sus muñecas, algún carrito para transportarlas y algún juego de los que llamaban cocinillas.

Entonces...los niños ¿apenas jugaban? ¡Quiá!, nada más lejos de la realidad. Los niños desarrollaban la imaginación y jugaban con los pocos juguetes que tenían mientras permanecían en su casas, pero sobre todo, los niños pasaban mucho tiempo en la calle, y jugaban con sus amigos.

Al mediodía, después de comer y mientras se hacía tiempo para volver al colegio por la tarde, se jugaba en la calle.

Por la tarde, después de volver del colegio y hacer los deberes apresuradamente para poder salir, se jugaba en la calle,

Y en las noches de verano, cuando los vecinos sacaban a las puertas de sus casas las sillas para sentarse al fresquito y charlar entre ellos sobre miles de cosas, se jugaba en la calle.

¿A qué se jugaba? Bufffffff. Había muchísimos juegos. Los de pelota, en los que se formaba un partidillo con cualquier cosa redonda que se tuviera a mano como balón. Los de piola y sus variadades (la bombilla, A huir a huir a huir que viene la Guardia Civil, San Isidro Labrador, etc). Los de saltar sobre otro/s, como los pepinos y "palma arriba palma al cielo". Los de habilidad, como el trompo, las bolas y la lima. No había lugar al aburrimiento, porque cuando no se jugaba se debatía sobre qué era lo próximo a lo que se iba a jugar, o se cazaban grillos y zapateros para metérselos por el escote a algún amigo que les tuviera miedo, o a algún vecino adormilado que tomara el fresco tranquilamente sentado en su silla.

Pero en mi barrio, el juego rey era el coger. No en balde teníamos para ello el mejor de los escenarios. Cuando los niños iban a desaparecer por largo rato de la vista de sus padres, simplemente anunciaban:

- mamá, me voy a jugar en la ventanilla.

Por toda prevención, las madres advertían a sus hijos con una sola cosa:

-No te sientes en los bancos, que puede haber piojos.




Si. Esto era la ventanilla. Un edificio emblemático de Sevilla, que en aquellos tiempos estaba dedicado a Beneficiencia. Allí acudían por la mañana los indigentes y personas con poco recursos, para solicitar ayudas, comida, o para solicitar que los viera el médico del Padrón. Por las noches algunos indigentes usaban sus bancos para dormir en ellos, de ahí las advertencias maternas sobre los piojos. (Ya sabeis cuál era mi barrio).

El banco mayor de los existentes, en el centro de la fachada que da a calle Arjona, era la barrera, donde el que se quedaba no podía coger a  los chiquillos que en él estuvieran. Todo lo demás era terreno donde el que la quedaba podía descargarse de tamaña responsabiliad y cedérsela al primer pardillo que pìllara, y así sucesivamente en una secuencia sin fin siempre animada por las vueltas y revueltas a la manzana del edificio, y que sólo terminaba cuando estábamos extenuados y sin más ganas de correr. Pero no importaba, en vez de a eso se jugaba a continuación a algo que requiriera menos esfuerzo.

¡Benditos aquellos tiempos en que por toda prevención las madres sólo advertían a los hijos sobre la posibilidad de coger pìojos! Y mientras nosotros jugábamos a todo lo imaginable, nuestras madres se entregaban a las charlas vecinales, totalmente despreocupadas sobre sus hijos, ya que no había motivo para estarlo.

Señor, ¡Cuánto han cambiado los tiempos!

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