EL
PADRE PATERO.- En aquellos años 60 el ir a la iglesia a confesarse
era algo que los niños debían de hacer con bastante frecuencia;
bien porque en los colegios obligaban a ello o bien por propias
convicciones personales.
En
ocasiones había pecadillos inconfesables, de esos que a un niño le
da vergüenza relatar a un confesor, especialmente en aquellos años
y especialmente si el confesor era severo, ya que en este caso a la
vergüenza era necesario añadir una penitencia que normalmente
consistía en el rezo de diversas oraciones que podían ser
demasiadas según quien dictara la penitencia.
Pero
como todos los males tienen remedio menos la muerte, éste también
lo tenía; y el remedio no era otro que el padre Patero. Me parece
recordar que, para más señas, se trataba del padre Tomás Patero.
(Interior de la iglesia de San Buenaventura en la calle Carlos Cañal)
El
padre Patero era un monje del convento de San Buenaventura. Su
confesionario era el primero según se entraba en la iglesia a la
derecha, y el hecho por el que todos los niños querían confesarse
con él era su compresión a los pecadillos que acompañaba con una
penitencia suave y un tiempo reducido de confesión que permitía
pasar el mal trago con rapidez.
Así
pues, cuando había que confesarse todos los niños acudían a San
Buenaventura y si el padre Patero estaba confesando a alguien (cosa
que solía ser usual), se hacía uno el tonto, disimulando como que
no iba a confesarse para evitar que otro padre te llamara, y así
hacer tiempo hasta que el socorrido padre Patero pudiera atenderte.
Un
recuerdo para él. Estoy seguro de que muchos hombres y mujeres de
los barrios aledaños le recordarán también por su bondad.
El
MUDO DE SANTA ANA.- No era exactamente de mi barrio, aunque a decir
verdad, Triana, por su cercanía a mis calles de infancia formaba
parte de nuestras vidas, especialmente el núcleo conformado por San
jacinto, San Jorge, Castilla, Pureza y Betis; o sea, todas aquellas
calles que se vertebraban en torno a una plaza de abastos de gran
fama y tradición a las que las mujeres de mi bario hacían honor
cruzando bastante a menudo el puente para fajarse con los vendedores
de los distintos puestos en defensa de su normalmente escaso peculio.
El
mudo de Santa Ana es otro de esos personajes que traspasó las
fronteras de su barrio y era conocido por toda Sevilla. Aunque creo
que será difícil que alguien no lo conozca, reseñaré que era un
¿monaguillo? de la catedral trianera, donde siempre podía vérsele
en su tarea de ayuda a los sacerdotes y en todo tipo de ocupaciones.
No
voy a extenderme mucho. Simplemente escriba usted en Google “el
mudo de Santa Ana” y encontrará múltiples artículos sobre su
vida y milagros. Por mi parte viene aquí porque, al igual que el
mudo es persona carismática en la vida de muchos sevillanos lo fue
de mi niñez y juventud.
Fíjense
hasta donde ha llegado la fama de este hombre que, por concesión
Papal ha recibido la cruz Pro Ecclessia et Pontífice, de lo que yo
me alegro sobremanera.
EL
QUIOSCO DE RAMONA.- El quiosco de Ramona era como cualquier otro
quiosco de cualquier otro barrio; y al igual que cualquier otro
quiosco de cualquier otro barrio permanece en el recuerdo de los
niños porque era el lugar donde se compraban las chucherías, aunque
a decir verdad en aquellos años casi nadie empleaba este término
(chuchería), y en cualquier caso la variedad de las mismas estaba
muy lejos de ser la existente hoy en día.
(En la parte derecha de la foto, a la altura del naranjo se ubicaba el quiosco de Ramona)
Ignoro
por qué Ramona alcanzó más popularidad que su marido y al quiosco
se le conocía por su nombre en vez de por el de Antonio que era su
cónyuge, aunque probablemente era porque ella pasaba allí más
horas. Tenían tres hijas, Mari, Loli y Rosario, que también
ayudaban en las tareas del quiosco y además en las de otro quiosco
de helados que montaban en verano.
Vaya
desde aquí este pequeño homenaje a los quioscos que alegraban
nuestra vida en aquellos años, así como a los quiosqueros que
debían de estar al pie del cañón casi más horas que tenía el
día.
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